Marta Harnecker o el método de la tergiversación

28 noviembre, 2015 por arenaslibertad

Artículo “Marta Harnecker o el método 
de la tergiversación”
extraído del libro En defensa del comunismo
PARA DESCARGAR EL LIBRO PINCHA AQUÍ -> EnDefensaDelComunismo

KO’EYU latinoamericano, revista de análisis político cultural, ha publicado, en su nº 55, una entrevista con Marta Harnecker, autora de «Conceptos elementales del Materialismo Histórico», libro que, como ya sabrán nuestros lectores, fue muy difundido en España en los años setenta. Esta entrevista, a decir verdad, ha llamado mucho más nuestra atención que aquel libro, por cuanto, además de hacer en ella algunas precisiones sobre marxismo y hablar del pasado, el presente y el futuro del socialismo -situando a la revolución cubana en el centro de sus reflexiones- Marta Harnecker esboza una crítica a las concepciones que ella misma ha estado defendiendo. Esta nueva toma de posición supone, sin ninguna duda, un paso hacia adelante. Sin embargo, aún se hace notar el peso del fardo que lleva acuestas y del que, al parecer, no puede o no sabe desprenderse. Su eclecticismo en todas las cuestiones básicas o de principios, se hace notar desde las primeras líneas. Esto es lo más característico, lo que más destaca, en toda la entrevista.

Tomemos sus propias declaraciones: «Creo que es preciso separar la crisis del marxismo y la crisis del socialismo. Son dos cosas distintas. El marxismo es una ciencia. El socialismo es un proyecto de sociedad». En esta separación arbitraria que hace Marta entre marxismo y socialismo -fórmula que ha cogido prestada de su maestro, el gran Althusser (*)-, se halla el meollo de su concepción teórica y política. Luego la veremos establecer otras divisiones del mismo estilo.

Que el marxismo es una ciencia que, por la demás, no ha de ser confundida con el «proyecto», está fuera de toda discusión. Pero, ¿en qué consiste la diferencia? ¿no puede haber un proyecto socialista igualmente científico? Sabemos que sí puede haberlo y que este proyecto se halla unido, como la uña a la carne, a la ciencia del marxismo. ¿No conoce Marta Harnecker dicho proyecto? Naturalmente, también existe otro, el mismo que han defendido siempre los revisionistas, desde Bernstein hasta Gorbachov. Si M. Harnecker se refiere a este último tendríamos que darle la razón. Mas ella no menciona en ningún momento el revisionismo y, por el con­trario, niega la posibilidad de un proyecto socialista estrecha­mente vinculado a toda la doctrina científica de Marx; de la que resulta una apología de las aberraciones de todos los oportunistas. La idea expuesta por Marta Harnecker puede servirles a éstos, además, para seguir ostentando la insignia del marxis­mo sin tener que preocuparse para nada de camuflar el verdadero carácter burgués de sus proyectos. ¿Acaso no es eso lo que tratan de seguir haciendo? Pocas veces se presenta tales proyectos como lo que realmente son: distintas variantes del viejo programa liberal-reformista. En cambio, a la hora de hacer el balance de sus fracasos, nadie duda en atribuírselos al marxismo. La jugada de la burguesía y del imperialismo resulta, en este caso, una verdadera obra maestra.

¡Marx contra el marxismo!

El marxismo no es la «misma cosa » que el socialismo, ciertamente, pero tampoco le es ajeno. El socialismo forma parte del marxismo junto con la economía política y la filosofía del materialismo dialéctico. Por este motivo, separar el socia­lismo del marxismo, o de cualquier otra de sus partes consti­tutivas, equivale a hacer una caricatura de él. Marta Harnecker despoja al marxismo de sus partes más esenciales. Para ella, el marxismo no es, como para nosotros, una concepción integral del mundo, de la sociedad y del mismo proceso del pensamiento del hombre; no es un arma afilada para la transformación revolucionaria de la sociedad por el proletariado, sino tan sólo «un método de análisis», una «ciencia» del método aséptica, que no toma partido ni se mancha las manos en la lucha de clases. O sea, concibe el marxismo como una nueva metafísica, como una teología desligada de la práctica, capaz de explicar los misterios de este mundo, pero inoperante a efectos prácticos e incluso teóricos.

Lenin definió el marxismo como «el sistema de las ideas y la doctrina de Marx». «El estudio de las relaciones de producción de una sociedad determinada y concreta en su aparición, su desarrollo y su decadencia en la historia, es lo que constituye el contenido de la doctrina económica de Marx»; en tanto que sus ideas «dan en conjunto el materia­lismo moderno como teoría y programa del movimiento obrero de todos los países». Lenin destaca, además, que para Marx, «el materialismo despojado de este aspecto era, y con razón, un materialismo a medias, unilateral, sin vida». Marx analiza las relaciones de producción «en una sociedad de­terminada y concreta», y lo hace con fines prácticos, es decir, para poder precisar la estrategia de la lucha revolucionaria del proletariado. Esto es, en resumen, el socialismo científico.

Pero M. Harnecker, no contenta con su logro anterior, y continuando en la misma línea de razonamiento, lleva a cabo un divorcio mucho más importante y decisivo: el del propio Marx con el marxismo. Veamos como lo consigue: «Marx fue reacio a usar el término marxismo para denomi­nar sus investigaciones científicas». La razón de esta su puesta reserva de Marx no puede ser más simple, ya que, según explica poco más adelante la misma autora, «se habla de la matemática, de física, de antropología, de psicoanálisis, pero no se habla de galileismo, newtonismo, levy-straussismo, freudismo, porque toda ciencia tiene un desarrollo que trasciende a su fundador y a la vez tiende a requerir un desarrollo cada vez más colectivo».

Marx no fue «marxista» en el sentido dogmático del término, y en este punto Marta Harnecker tiene toda la razón del mundo. Recordemos al respecto la diatriba del propio Marx contra tales «marxistas»: «¡He sembrado dra­gones y han nacido pulgas!» ¿Quiere decir esto que Marx se hubiera pronunciado en desacuerdo con los dragones que nacieron posteriormente bajo la denominación del marxis­mo? Lenin y Mao fueron marxistas. Ahora podemos decir que, además, Lenin fue leninista y Mao maoísta; o sea, que su marxismo no les impidió desarrollar la ciencia de su fundador. Más bien lo contrario. En cambio conocemos a numerosos individuos que bajo esta misma u otras denomi­naciones (como matemáticos, físicos, biólogos o filósofos) han hecho contribuciones más bien pobres a las ciencias que profesan. ¿O es que no existe el dogmatismo en las demás ciencias y sólo en el terreno del marxismo? y de eso ¿quién es el responsable? ¿Acaso la matemática, la física o la biología? En todas las ramas de las ciencias han nacido pulgas, garrapatas y lagartijas. Dragones, muy pocos. Lenin fue un dragón, Mao también. Ninguno de los dos fueron dogmáticos, aunque bien es verdad que nunca han faltado quienes les acusaran de serlo, precisamente, por aferrarse en todas las cuestiones al marxismo y no abandonar jamás sus concepciones y principios revolucionarios. Su firmeza en todas las cuestiones de principio les permitió hacer importantísimas contribuciones al desarrollo de las «investigaciones científicas» comenzadas por Marx y Engels y, al igual que ellos, siempre vincularon sus estudios al movi­miento revolucionario de los obreros y campesinos explota­dos y oprimidos por el capitalismo; estimularon su organi­zación, la orientaron y se pusieron al frente de ellos. De modo que sus investigaciones nada tuvieron que ver con las que se realizan en laboratorios y gabinetes; no investigaron «por amor a las ciencias» ni para que la burguesía se aprove­chara de sus descubrimientos (cosa, por demás, imposible, dada la naturaleza de clase de su doctrina), sino para que los trabajadores de todo el mundo se unieran y dispusieran de un arma afilada con la que abatir a los explotadores.

«La doctrina de Marx es todopoderosa porque es exacta. Es completa y ordenada y da a la gente una concepción monolítica del mundo, una concepción intransigente con toda superstición, con toda reacción y con toda defensa de la opresión burguesa» (1). De estas palabras de Lenin no se infiere, como lo han interpretado siempre las mentes más estrechas, que aquél considerara al marxismo como un sis­tema de ideas cerrado o ya acabado. Marx, efectivamente, tomó distancias respecto a tales «marxistas»‘, declarando en tono irónico: «por lo que a mí respecta, yo no soy marxista», lo cual, como se podrá comprender fácilmente, tiene muy poco que ver con el asunto de la denominación a que alude M. Harnecker. En ese pasaje que acabamos de citar, Lenin se refiere al marxismo como doctrina «completa y ordenada», como «concepción monolítica del mundo», frente a los que, como Marta Harnecker, pretenden revisarlo, parcelarlo y hacerlo compatible con la superstición. No en vano Lenin resalta al mismo tiempo la intransigencia del marxismo «con toda reacción y con toda defensa de la opresión burguesa».

Del Marx «científico» o del Marx «teórico» hemos oído hablar muchas veces. Del Marx marxista, del Marx verda­dero, del Marx que vincula la teoría a la práctica, rara vez se habla. Generalmente, este aspecto de las ideas y de la actividad de Marx suele ser presentado como «un momen­to», como un accidente sin ninguna trascendencia. Marta Harnecker olvida la crítica que hiciera el mismo Marx al viejo materialismo, poniendo al descubierto, como uno de sus defectos fundamentales, su incomprensión de la im­portancia de la acción revolucionaria. De ahí que ella no puede comprender tampoco por qué Marx, «dedica durante toda su vida, paralelamente a los problemas teóricos, gran atención a las cuestiones de táctica de la lucha de clase del proletariado»‘ (Lenin); no puede entender que Marx y Engels integraran la teoría a la práctica, su participación activa en la Liga de los Comunistas o que posteriormente fundaran la I Internacional, convirtiéndose en «el alma de la Asociación». El marxismo actúa en el complejo y dinámi­co mundo de la economía y de la lucha de clases, y no puede ser equiparado con la matemática o cualquier otra ciencia que opera con axiomas, categorías y magnitudes más o menos fijas y, por tanto, mensurables. Por la misma razón, Marx tampoco puede ser comparado con ningún otro científico, ya que en él se funde el hombre de ciencia, el pensador, el obrero y el revolucionario; todos a un mismo tiempo.

La misma confusión que ha hecho incubar a Marta Harnecker una idea tan peregrina del marxismo, a reducirlo a tan sólo una mera cuestión de metodología, ignorando todo lo demás, le impide comprender que no puede ser designado con otra denominación distinta, aunque sea referido a una sola de sus partes constituyentes. El marxismo no es sólo una filosofía, no es sólo una economía, no es sólo una política. Es todo eso junto y otras muchas cosas a la vez. De ahí el término. Este se deriva del nombre de Marx y designa toda la obra realizada por él conjuntamente con Engels, la cual, ya hemos visto, se extiende también a la participación de ambos en las luchas sociales de su tiempo, a su posición de clase, etc. Eso es el marxismo. Lo demás viene dado por el uso y el abuso que han hecho muchas veces los discípulos de Marx y Engels de sus ideas y de su nombre, pero particularmente las pulgas.

Marta Harnecker hace un llamamiento para que se abandone la posición clasista en las ciencias, pues conside­ra que éstas son «neutrales» o poco menos. Ni siquiera es capaz de reconocer el partidismo de la burguesía en aque­llas ciencias cuyo objeto específico suscita, según palabras de Marx «las más violentas, mezquinas y abominables pa­siones del corazón humano: la furia del interés privado». Por su parte, Lenin también denunció esta actitud de la burgue­sía, adoptada en relación a la doctrina de Marx, al tiempo que añadía: «esperar una ciencia imparcial en una sociedad de esclavitud asalariada sería la misma pueril ingenuidad que esperar de los fabricantes imparcialidad en cuanto a la conveniencia de aumentar los salarios de los obreros en detrimento de las ganancias del capital» (2). La posición de clase de Marx y su actitud como científico concuerda per­fectamente con el carácter social de los fines que persigue. En esta unidad de compromiso político militante a favor de la inmensa mayoría de los explotados y oprimidos, asumi­da por Marx, y lo que él mismo llama «la libre investigación científica», radica, precisamente, la revolución científica realizada por el marxismo.

La crisis estructural del revisionismo

Al enjuiciar la crisis del socialismo, Marta Harnecker hace mucho hincapié en la necesidad de distinguir «el proyecto socialista de un determinado modelo de socialis­mo». Esta distinción le parece básica. Sin embargo, la misma ambigüedad de su discurso le impide establecerla de una forma clara y terminante. Unas veces, el proyecto aparece como la proyección hacia adelante del socialismo (ejemplo de Cuba), otras como la fea realidad, la forma en que dicho proyecto se ha materializado en los países ex socialistas; finalmente, el proyecto se convierte en un «modelo de desarrollo» en la URSS. Es cierto, ella quiere defender el «proyecto socialista», pero al no señalar claramente la línea que separa en todos los campos a dicho proyecto del «modelo de desarrollo» revisionista, lo único que consigue es que aparezcan de nuevo confundidos. No se debe escribir de estos problemas entre líneas. Marta reconoce haberse «quedado en silencio respecto a ciertos errores que veía». Este reconocimiento es digno de ser tenido en cuenta. La cuestión es que no se trata tan sólo de «ciertos errores». Hay errores permisibles; mas cuando se permite que las cosas lleguen hasta donde han llegado sin decir esta boca es mía, entonces la responsabilidad es mucho más grave y exige, por tanto, una rectificación más seria y más profunda.

Marta intenta rectificar y ayudarnos al mismo tiempo. Pero ¿cómo lo hace? Antes proponía separar el marxismo del socialismo para salvar al primero del naufragio; luego quiso convencernos de la necesidad de amputar al marxis­mo sus partes más esenciales para librarlo del dogmatismo; y ahora nos está proponiendo el abandono del comunismo a fin de poder salvar el proyecto socialista. Además, esta mujer no sólo quiere separar el proyecto del modelo que ella misma ha dibujado; también hace una mezcla irreconocible entre el susodicho proyecto socialista y la realización más o menos completa del mismo. Esto sucede por querer evitar a toda costa el vocablo comunismo. Y no es, como pudiera parecer a primera vista, una cuestión semántica. No. La clásica e inevitable separación en dos etapas del proceso revolucionario (una socialista y la otra comunista -Mao plantea tres etapas-) ella la hace desaparecer, precisamen­te, para dar entrada en la conceptualización marxista (esta vez nada «dogmática», es cierto) a su ya referido «proyecto» y al no menos célebre «modelo»; aunque, eso sí, los dos igualmente «socialistas». En los países de Europa del Este, se podría decir, siguiendo el hilo de las ideas de Marta, hubo un modelo, pero carecieron de un proyecto. Más, nosotros preguntamos ¿puede calificarse de socialista un modelo que no está inspirado en un proyecto comunista? Parece un juego de palabras, ¿verdad? y volvemos a pre­guntar, ¿cómo se ha de llamar tal proyecto para que no se confunda con el modelo y pueda servirle de marco y como punto obligado de referencia? ¿Cuál es el contenido esencial del proyecto y en qué se diferencia del modelo de la señora Marta Harnecker? Todos los modelos «socialistas» que no lo han sido realmente han carecido de este punto de referencia y era lógico que así fuese, ya que, si el socialismo no se plantea como etapa de transición hacia el comunismo, ¿a dónde, si no, puede conducir? La experiencia está demos­trando que tales modelos «socialistas» sólo pueden llevar al desastre o a la restauración del capitalismo. Los «dogmáti­cos», podrá objetar Marta Harnecker, también hicieron ese planteamiento de las dos fases del comunismo, y ya ves… Cierto. Los dogmáticos han facilitado mucho las cosas. Se quedaron estancados; no supieron resolver ni en la teoría ni en la práctica ninguno de los problemas que se han presentado en el período de transición, y no han sabido resolverlos porque eran (o son, en otros casos) revisionistas; es decir, se negaban a reconocer la realidad de esos países o enfocaban sus problemas desde la óptica de la ideología, la política y los intereses de la clase burguesa a la que realmente representan.

Ahora, Marta hace acopio de valor para hablar de algunas de esas realidades. Sin embargo, ella no cree que sea correcto «hacer un juicio moral de la crisis del socialis­mo. Tenemos que conocer -afirma- sus causas objetivas. Sin los instrumentos de la teoría marxista, sin el análisis de la forma que adopta la lucha de clases en esos países, no podemos entender lo que ocurre en esas sociedades…» Pero, ¿cómo? ¿Es que existen las clases en el socialismo? ¿Desde cuándo? No nos hagamos demasiadas ilusiones. Marta Harnecker no reconoce en ningún momento que existan las clases en el socialismo. Sólo se refiere a la «forma que adopta la lucha de clases en esos países», lo cual es muy distinto. Es decir, todo el problema se reduce, según ella, a una cuestión de «forma», ya que las clases, hace tiempo que han desapa­recido. La burguesía no existe, como tal clase, en el socialis­mo. Tampoco se da la lucha de esa burguesía por el poder, apoyada por el imperialismo. Todo lo más, Marta Harnec­ker admite la existencia de «una fuerte tendencia en grupos, por desgracia cada vez más mayoritarios, que reniegan del socialismo y desean retornar al capitalismo». Este es, como se sabe, uno de los temas tabúes del revisionismo moderno, al que M. Harnecker no se atreve a hincarle el diente, ya que, entre otras cosas, eso la obligaría a tener que reconocer la necesidad de la dictadura revolucionaria del proleta­riado sobre la burguesía para toda la etapa histórica de la transición del capitalismo al comunismo; algo que ella, como tendremos ocasión de comprobar, no está dispuesta a admitir.

Aclaremos de pasada que esa «forma» que adopta la lucha de clases en países donde, «teóricamente», las clases ya no existen, siempre ha sido reconocida por los capitostes revisionistas. De no hacerlo así, es claro a todas luces que no podrían justificar la dictadura burocrática que vienen imponiendo a los trabajadores bajo la «forma» del «Estado de todo el pueblo». Por lo demás, los revisionistas también intentan fundamentar la necesidad de dicha dictadura rela­cionándola de manera muy «dialéctica» (como hace Marta) con la lucha contra el capitalismo fuera de sus fronteras. Respecto a este asunto, como en tantos otros, no se diferencian gran cosa de la burguesía. Es sabido que ésta última presenta siempre su Estado en la misma «forma», es decir, como «Estado nacional» o «de todo el pueblo» en sus enfrenta­mientos con los otros Estados capitalistas.

Marta Harnecker nos alerta contra el peligro de ver las cosas en blanco y negro: «como se trata de un problema de lucha de clases dentro de los países socialistas con el apoyo de fuerzas contrarrevolucionarias externas -advierte-, nuestro análisis no puede ser simplista», pero el suyo lo es a más no poder. «Lucha de clases dentro de los países socialistas con el apoyo de fuerzas contrarrevolucionarias exter­nas», ¿a quiénes están sosteniendo dichas fuerzas, a las nubes? La simplificación del análisis aparece, precisamente, con este escamoteo: cuando se hace desaparecer de la escena a las fuerzas contrarrevolucionarias internas, compuestas por el revisionismo y la burguesía, como principales enemigos de la clase obrera y de la causa socialista.

Compartimos enteramente la proposición de Marta Harnecker en el sentido de apoyar a las fuerzas revolucio­narias que dentro de esos países «representan el proyecto socialista» (es lo que hemos hecho siempre), pero en reali­dad ella no nos está facilitando en nada las cosas.

Al llegar a este punto de su entrevista, Marta Harnecker hace un retrato bastante fiel de la historia del socialismo y de la situación que se ha creado, particular­mente, en la URSS. No obstante, encontramos en él un defecto, para nosotros capital: deja completamente en la sombra, una vez más, al revisionismo, justamente cuando es lo que hace falta destacar en estos momentos. Es inco­rrecto, afirma, «que se pretenda hacer un juicio moral de la crisis del socialismo», proponiendo como alternativa un análisis de las «causas objetivas» que han conducido a la crisis. Una parte de este análisis ya lo hemos visto. Ahora queremos preguntar: ¿no sería necesario incluir también, como parte de ese análisis, una valoración de las causas subjetivas, ideológicas, de la crisis del socialismo? Marta intenta hacerlo a su modo, es decir, sin descorrer el velo que lo dificulta. Introduce, por ejemplo, «el concepto de crisis estructural» como algo novísimo, «hasta ahora sólo aplicado al capitalismo». Más adelante explica: «Estoy convencida de que no se puede estudiar teóricamente el socialismo sin distinguir los conceptos de relaciones sociales de producción y de relaciones técnicas de producción». De nuevo el camuflaje, de nuevo la mistificación. Esto es la constante a lo largo de toda la entrevista de Marta Harnecker.

Cuando ella habla de crisis estructural, como concepto aplicable no sólo al capitalismo, sino también al socialismo, ¿a qué se está refiriendo? Cuando llama a «distinguir los conceptos de relaciones sociales de producción y de relacio­nes técnicas de producción», ¿por qué lo hace? Evidentemente para no tener que reconocer, franca y llanamente, la existencia de la contradicción que enfrenta a las fuerzas productivas con las relaciones de producción, así como la contradicción existente entre la base económica y la superestructura política, ideológica, cultural, etc., de la so­ciedad. Los revisionistas siempre han negado que en el socialismo existieran tales contradicciones, al igual que han negado la existencia de las clases y su lucha. Para ellos, en el sistema socialista, se da una «correspondencia» entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, y no hace falta, por tanto, cambiar nada ni efectuar continuos ajustes. Sólo reconocen la necesidad de desa­rrollar aún más las fuerzas productivas, en tanto que, las relaciones de producción y la superestructura política, ideológica, etc. -aseguran- se irán ajustando «por sí solas». De ahí que hayan llevado a todos los países al estancamiento, a la crisis y al desastre. No es casual que Marta haya realizado en estos precisos momentos un descubrimiento tan decisivo y que trate de presentarlo como un fenómeno nuevo en el socialismo. Quiere dar a entender con ello que la crisis no puede ser prevista ni evitada y que, por consiguiente, el revisionismo queda eximido de cual­quier responsabilidad o juicio «moral» al respecto. No se da cuenta que, de esta manera, del concepto de «crisis estructural» que hace extensivo al socialismo también se desprenden el caos y la bancarrota inevitables; no comprende que está condenando al socialismo a correr la misma suerte que el capitalismo, que lo está condenando a una muerte segura antes de que haya alcanzado su etapa última y natural de desarrollo: la etapa propiamente comunista.

Cabe pensar en una crisis «estructural» en los países socialistas que no conduzca a la restauración capitalista, sino a «más socialismo», como dice Marta, intentando enmendar de muy mala manera su propia tesis. Pero, en ese caso, ya no sería una crisis estructural; al poder ser previs­tas y controladas, las crisis «estructurales» en el socialismo pierden el carácter que estas mismas crisis tienen en el capitalismo. Por consiguiente, este concepto no puede ser «aplicado también al socialismo». Si Marta Harnecker lo aplica, es para poder salvar al revisionismo y salvarse ella al mismo tiempo de la condena y el ridículo. Habría que preguntar, ¿por qué ha esperado tanto tiempo, por qué ha tenido que ser la crisis la que le obligara a pensar en ello? Todo el mundo sabe que ésta ha sido una de las cuestiones más debatidas en las últimas décadas en el movimiento comunista internacional, pero Marta, al parecer, no tiene ninguna noticia de este debate. No sabe tampoco que, por defender las mismas ideas que ella ahora está exponiendo con tan malas artes, los maoístas nos hemos visto perseguidos por toda la jauría revisionista, acusados de ser lo peor.

La «crisis estructural» resulta ser un concepto falso cuando se intenta aplicar al socialismo como causa «objetiva«. Lo que aquí se ha producido es la crisis y bancarrota «estructural» de la ideología y la política del revisionismo. Sólo de este modo se puede explicar el desarrollo y el desenlace final de este fenómeno. Al no querer reconocer la existencia de contradicciones, de las clases y de la lucha de clases, los revisionistas se incapacitaron para hacer frente y resolver de una manera correcta los problemas. La superioridad del socialismo sobre el capitalismo estriba, precisamente, en que ofrece la posibilidad, por primera vez en la historia, de dirigir el proceso económico-social de una ma­nera consciente, de forma que se puedan evitar las crisis estructurales, la contrarrevolución y todas las lacras propias del sistema capitalista. Esto implica, ante todo, prose­guir el esfuerzo revolucionario, aplicando los principios de la lucha de clases y de la dictadura del proletariado.

¿Control popular o revolución?

Marta Harnecker no está de acuerdo con dichos principios y propone que sean abandonados. Por ejemplo, no ve que tenga ningún sentido seguir empleando el término «dictadura del proletariado». Dice, «cuando hablas al pue­blo del líquido para beber usas el término agua, no le hablas de H20. De la misma forma, no tiene ningún sentido hablar de la dictadura del proletariado en el discurso político». O sea, que todo se reduce, una vez más, a una cuestión de «término». Se imagina que este problema resulta tan senci­llo como beber un vaso de agua y que, consiguientemente, no requiere de ninguna explicación ni de ningún esfuerzo. Llega un día en que las masas populares aceptarán la dictadura del proletariado sin entenderla, o más bien, sin practicarla. Esto es lo que, en realidad, está proponiendo Marta Harnecker. Exclama: «¿Cómo vamos a decirles nosotros a ese pueblo que no ha estudiado marxismo, que no tiene conocimientos científicos: compañeros, venimos a ofre­cerles una nueva dictadura…?«. «¡Venimos a ofrecerles!». El pueblo no participa en la lucha, no aprende en la revolución a distinguir a los amigos de los enemigos, no edifica su nuevo poder con el conocimiento de la ciencia, y por si aún fuera poco, Marta H. renuncia a educarlo para que puedan aplicarla de una manera consciente y eficaz. El conocimiento de la ciencia se lo reserva para ella, o mejor, para la burguesía y el imperialismo, los cuales no tendrán tantos escrúpulos como tiene M. Harnecker para razonar y acon­sejarles sobre lo que más les conviene. ¿O supone que la burguesía no va a seguir trucando el término, como lo ha hecho el revisionismo, para provocar su rechazo por los trabajadores, aunque se presente como simple vaso de agua? Ellos siempre explicarán la fórmula asegurando que se trata de una pócima mortal.

Los comunistas nunca deben ocultar sus objetivos a las masas, no deben camuflar la verdad ni negar la ciencia a los trabajadores, por muy complicada o «desagradable» que ésta pueda parecer.

Marta quiere hacer ignorar que lo único que distingue al Estado socialista de cualquier Estado burgués es su naturaleza de clase: el ser la dictadura del proletariado, la expresión de sus intereses, la dictadura de la inmensa mayoría del pueblo trabajador sobre la minoría explotadora. Es una dicta­dura sobre la burguesía, ya que, de lo contrario, carecería de sentido hablar del Estado. Pero, al mismo tiempo, supone la más amplia democracia para el pueblo. Además, como instru­mento de la revolución proletaria, necesario para el tránsito al comunismo, el Estado socialista tiene una característica que no puede tener jamás ningún Estado burgués: desde su ori­gen, el Estado de la dictadura del proletariado se presenta como un «no Estado», ya que su fin último no es otro que el de acabar con toda forma de explotación y de opresión e irse así extinguiendo, haciéndose inútil.

Marta Harnecker nos ofrece una excelente lección «cientí­fica» cuando matiza su tesis del H20: «Hay que tener en cuenta que la sociedad está compuesta de intereses contradictorios y evidentemente hay que someter los intereses de la minoría a los de la mayoría». De nuevo no existen las clases; «la sociedad está compuesta de intereses contradictorios». Así planteado, ¿qué sentido puede tener emplear el término «dictadura del proletariado» ni de ninguna otra clase? En la sociedad burguesa también se da la lucha «de intereses contradictorios» ¿Debemos entender por ello que tampoco aquí existen las clases ni la dictadura de la burgue­sía? ¿Debemos permitir que la burguesía y el revisionismo nos la hagan tragar como si se tratara de un vaso de agua? ¿Cómo «someter los intereses de la minoría a los de la mayoría»? Marta reconoce que la burguesía «só1o se somete cuando se la presiona», asegurando, además, que esa «presión» es «la ley de la historia». Olvida que también existe «la ley» contraria, la que presiona a los intereses de la mayoría para que se someta a los de la minoría y que esa ley se denomina dictadura. Por lo demás, también olvida decir que dicha ley no es eterna, sino transitoria, un mo­mento de la historia, consecuencia de la existencia de las clases y sus luchas, que viene a ser la verdadera ley de la historia que ella -y con ella la burguesía y el revisionismo- oculta.

El reconocimiento de la lucha de clases como verdadero motor de la historia y la extensión de dicho reconocimiento a la necesidad de la dictadura del proletariado se hacen absolutamente necesarios por varias razones: primero, para poder denunciar la dictadura de la burguesía sobre los trabajadores; segundo, para poder señalar a éstos el camino que habrá de conducirles al poder; tercero, para que una vez esté el poder en sus manos, sepan hacer uso de él y no se lo dejen arrebatar; y cuarto, por cuanto hay que educar a las masas en el carácter transitorio del Estado, para que aprendan a prescindir de él y puedan arrumbarlo cuanto antes como un trasto viejo.

Al hacer de la «presión» ley de la historia, Marta Harnecker está abogando por el mantenimiento a ultranza del Estado. Toda la cuestión se reduce a eso: al desmantelamiento de la verdadera dictadura revolucionaria del proletariado para imponer en su lugar una falsa democracia (en la «forma» de «Estado de todo el pueblo»), cuyo fin no es otro que el de perpetuar la dictadura burocrática. M. Harnecker se lamenta amargamente por los estragos causados por esta dictadura (que ella denomina «del partido»), pero en realidad no hace nada para combatirla. Al contrario; ella busca perpetuarla, camuflándola bajo la «forma» de una «presión». No quiere que se ejerza la dictadura sobre la burguesía ni quiere reconocer que cuando ésta no le es impuesta son los trabajadores los que acaban siendo vícti­mas de la «presión» por partida doble: de manera directa (cuando son suplantados por la burocracia y reprimidos en sus iniciativas revolucionarias) e, indirecta, cuando esa misma burocracia permite a la burguesía imponerse de nuevo en el terreno económico, político y cultural, en nombre de una falsa democracia que prescinde en su discurso político del concepto de dictadura, precisamente, para poder camuflarla mejor .

No se puede negar que Marta está muy preocupada con este problema y que anda dándole vueltas en busca de una solución. Pero también tenemos que decir que su eclecticismo ideológico y su falta de firmeza política le conducen una y otra vez al atolladero. No obstante, al final de sus divagaciones parece que ha encontrado un rayito de luz. Veamos cómo expone su nuevo y trascendental descubrimiento: «Yo re­cuerdo que Althusser, preocupado por esta situación, creyó ver en la etapa inicial de la revolución cultural china un mecanismo de control popular sobre el partido. El sostenía, y creo que la historia le ha dado la razón, que un país gobernado por un partido único, en el que éste asume las tareas del Estado, tiene que estar sometido a algún tipo de control popular». Althusser «creyó ver», pero vio realmente muy poco. La prueba está en la limitada concepción sobre la Revolución Cultural que su discípula, Marta Harnecker, presenta ahora.

Remitiéndose al gran Althusser (un teórico del que ya habíamos perdido toda memoria y cuya contribución a la teoría marxista se puede representar por una suma de varios ceros), Marta Harnecker elude el gran escollo que supone para ella el pensamiento de Mao. Desde luego, resultaría excesivo pedir que, al menos en este punto, hiciera un pequeño esfuerzo de rigor analítico. Menciona la «preocupación» de Althusser, pero no habla de la solución teórica y práctica que dio Mao a este importante problema.

En la exposición de la Harnecker aparecen trastocados varios elementos de juicio. En primer lugar, la revolución cultural proletaria en China no se plantea como «un mecanismo de control popular sobre el partido», sino como una verdadera revolución destinada a restablecer el poder popular. Se trata, evidentemente, de una clara manifestación de la lucha de clases en las condiciones del socialismo, de una lucha que abarcó todos los campos (el político, el económico, el cultural, el militar, etc.), y que, en lo inmedia­to, tenía como principal objetivo derrocar a los representantes de la burguesía que habían usurpado algunas áreas del poder y comenzaban a reprimir a las masas y a estancar el desarrollo de la revolución. Se trataba, pues, de aplicar la más amplia democracia popular, hacer que las masas tra­bajadoras se liberaran por sí mismas y liberasen las fuerzas productivas imponiendo su dictadura de clase sobre la burguesía. La revolución cultural proletaria también se plantea como lucha entre dos líneas dentro del propio partido comunista. Como una lucha entre la línea revisionista, que preconiza poner término a la revolución para dedicarse a «desarrollar las fuerzas productivas» recurriendo al capital extranjero, y la línea que propugna marchar hacia la meta del comunismo, persistiendo en la revolución y desarrollando en todos los planos al país con sus propias fuerzas. La idea del «control» popular sobre el partido que expone Marta Harnecker, referida a la Revolución Cultural Proletaria China, no corresponde ni al planteamiento teórico ni a la realización práctica de la misma. Es falsa, además, porque, como es sabido, en China no existe un solo partido y también porque, tal como acabamos de ver, la lucha se planteó antes que nada en el seno el propio Partido Co­munista. Esa idea corresponde más bien a una concepción socialdemócrata y revisionista, muy acorde con todo lo que hasta aquí ha estado defendiendo.

(*) Por lo visto M. Harnecker aún anda dando vueltas en tomo a la «especificidad del marxismo» como teoría «científica», fijación de origen althusseriano que ya en su día –allá por los arios 60– llegó a causar verdaderos estragos en los círculos de la izquierda universitaria europea más «radical».

Althusser (filósofo francés del presente siglo) trastoca toda la formulación de las ideas de Marx y la misma concepción del marxismo como teoría y programa de la revolución, para ofrecemos un guiso ecléctico-teoricista que ni sus propios discípulos fueron capaces de digerir, Según este teórico «marxista», Marx nos ha legado poco más que un método de análisis, que estaría contenido en el materialismo histórico; un método de conocimiento cuyo objeto sería la teoría. De aquí hace derivar el materialismo dialéctico, el cual, a su vez, se convierte en su cabeza en teoría especial para la producción teórica. Es como la pescadilla que se muerde la cola. A los conocimientos así adquiridos, nacidos de esa teoría, y a la teorización misma, Althusser los llama, muy consecuentemente, «práctica teórica». O sea, que la verdadera práctica revolucionaria y su confrontación con la teoría nunca aparecen, ya que eso resulta innecesario Y. desde luego, poco «científico».

(1) Lenin: «Las tres fuentes y las tres partes

integrantes del marxismo «.

(2) Ibíd.

Publicado en RESISTENCIA nº 15 Marzo, 1991

Introduce tu dirección de correo electrónico para seguir este Blog y recibir las notificaciones de las nuevas publicaciones en tu buzón de correo electrónico.